Sé atrevido allá afuera

“Have we vanquished an enemy? None but ourselves. Have we gained success? That word means nothing here. Have we won a kingdom? No... and yes. We have achieved an ultimate satisfaction... fulfilled a destiny... To struggle and to understand - never this last without the other; such is the law...” 
― George Mallory, Climbing Everest: The Complete Writings of George Mallory

Hace más de dos años escribí mi única entrada en este blog acerca de la escalada, que en aquel entonces comenzaba a practicar. A pesar de haber recibido varios comentarios positivos de amigos y familiares sobre esa reflexión en específico, una extraña desmotivación me alejó de la escritura por una larga temporada. Meses atrás recibí un comentario de una persona desconocida que llegó a mi blog por casualidad, en éste me decía que se había sentido identificada con mis palabras y que le habían ayudado a escribir un proyecto personal. A ella le dedico esta entrada, porque su mensaje inesperado me motivó de cierta manera a expresar una vez más todo lo que sentí en mi último viaje de escalada a Potrero Chico, Monterrey.

La escritura, como la escalada, me saca de mi zona de confort y me obliga a desvelar verdades inéditas sobre mi personalidad y sobre la vida en general. En este viaje descubrí unas cuantas que me gustaría compartir a continuación.

Día 1 – Conexiones

No importa qué tan individualistas seamos, la realidad es que siempre hay algo que nos conecta a los demás. Esto lo reflexioné en el aeropuerto poco antes de tomar el avión hacia Monterrey mientras esperaba junto con los demás pasajeros el abordaje. Sin previo aviso nuestro número de vuelo desapareció de las pantallas. Extrañados y algo hastiados todos nos dirigimos al mostrador de Interjet para pedir información. Esperaba lo peor, un retraso infinito o una cancelación de vuelo. Los empleados de la aerolínea se desentendieron y nos invitaron a esperar indefinidamente más noticias sobre el itinerario. La algarabía creció con rapidez. De pronto me encontré conversando con gente desconocida sobre la situación, sobre el clima y finalmente sobre la razón de mi visita al norte del país. Cuando contesté que iba a escalar un par de personas abrieron los ojos más de lo habitual y me hicieron las típicas preguntas que he escuchado de los que jamás se han acercado a una pared vertical. ¿No es peligroso? ¿Qué pasa si te caes? ¿Has visto algún accidente? Entre varias otras que intenté responder con tono casual y tranquilo, sin dejar que se notara el nerviosismo que éstas me generaron. Los gritos de otro pasajero nos desviaron de la conversación, él y otros más pedían la presencia inmediata del gerente. Nos unimos como casi nunca nos unimos los náufragos urbanos y para nuestra sorpresa el trabajo en equipo arrojó sus frutos, un hombre acartonado y nervioso se refugió tras la barra con gesto compungido. En menos de cinco minutos salió de su guarida y nos guió con rapidez a otra puerta de embarque.

Cuarenta minutos después me encontraba en mi asiento de ventanilla en espera del despegue. Me puse mis audífonos y elegí una playlist en offline de mi Spotify. La primer canción sonó como un eco lejano y débil, mis pensamientos se encargaron de silenciarla y tomar prioridad en mi mente. ¿Qué pasa si me caigo? Descuida Paola, no te vas a caer, entrenaste duro. Solo harás dieces, no te vas a caer. O puedes no puntear, sube de yo-yo y así no te vas a caer, ¿para qué arriesgarse?… La voz cáustica de mi mente me arrulló hasta caer en las garras de una siesta inquieta.

El anuncio del aterrizaje me despertó. La música aún sonaba desde mis audífonos, si no mal recuerdo Nothing Arrived de Villagers se colaba por mis oídos. Levanté la persiana y admiré el paisaje montañoso que se desplegaba bajo nosotros. Las miniaturas comenzaron a crecer con celeridad. Vi la pista del aeropuerto y pegué la espalda a mi asiento. Aún no lo sabía pero a diferencia de lo que creía mi mente, en este periplo sí habría caídas.

***

A la distancia El Potrero Chico se ve mágico, sombrío e impenetrable. Como el bosque que describe el poema de Robert Frost. Era la tercera vez que visitaba el parque recreativo, pero era la primera en la que me había planteado objetivos específicos. Uno de ellos era escalar Pitch Black, un famoso multi-largo graduado en 5.10d. Y otro más ambicioso era encadenar un 5.11a en cualquiera de las hermosas e imponentes paredes de piedra caliza que envuelven el cañón. Mientras nos acercábamos en coche, la montaña se veía más negra y ominosa por el efecto que le daba el cielo nublado y plomizo. Poco antes de llegar a nuestro hospedaje que se encontraba a unos metros del letrero del parque nos topamos con un grupo de escaladores que observaba y señalaba la pared de El Toro, donde se encuentra la famosa y exigente ruta de El Sendero Luminoso. Había una ambulancia y un par de camionetas estacionadas. En aquel momento nuestra curiosidad no era mucha, entramos a la casa y comencé a desempacar mis cosas con una mezcla de emoción y miedo. No fue hasta un poco más tarde, cuando regresábamos de una caminata nocturna cuando nos enteramos que alguien se había accidentado y quizá matado por una larga caída. Las noticias aún no eran de fiar. Mientras bebíamos un par de Carta Blancas el dueño de un local de tacos nos contó lo que sabía. Volvimos desconcertados a la casa y tratamos de olvidar lo que sabíamos.

Antes de dormir supe que el accidentado había sido Brad Gobright, un famoso y audaz escalador norteamericano. Nunca conocí personalmente a Gobright pero enterarme de su muerte me afectó más de lo que hubiera imaginado. Quizás fue el falso sentimiento de familiaridad que nos dan las redes sociales pero yo me inclinó más a pensar que lo que sentí fue causa de la conexión más rutilante que existe, la que compartimos con todos los que pisan esta tierra.

Día 2 – El miedo es real

Nos despertamos a las 7:00 am con la intención de ser los primeros en Pitch Black. Tras dos postergaciones de la alarma me levanté de la cama con una pesadez extraña. Jamás me imaginé que el miedo agregara tantos kilos, calculé que unos cuatro o cinco. Después del desayuno preparé mi mochila con una Cliff bar, un sándwich de mermelada con crema de cacahuate, dos geles, dos litros de agua y parte del equipo. Al salir de la casa palpamos el ambiente, el aire se sentía denso y grávido. Camino al cañón nos cruzamos con varios grupos de escaladores que nos saludaban como siempre lo hacen los escaladores, pero esta vez no con alegría y ligereza, sus rostros desvelaban la intranquilidad que sospecho que muchos sintieron ese día tras las tristes noticias de la noche anterior.

A eso de las 9:00 cruzamos el letrero de El Potrero Chico para adentrarnos en un paraíso de roca. Nuestro retraso nos costó Pitch Black, en ese horario pudimos ver a la lejanía unas cuatro cordadas colgadas en la pared. Felipe y Diego, mis cordadas del viaje, sugirieron sacar la guía para elegir una alternativa. Tras unos minutos de discusión decidimos hacer Black Cat Bone, una ruta recomendada por un amigo de la ciudad. Nueve largos, 240 metros de escalada. –Son dieces– me dije a mi misma para tranquilizarme, –No te vas a caer. El primer largo, un 5.9 muy al estilo Potrero con protecciones separadas y de confianza, lo puntearía Felipe. Mientras le daba seguro intenté respirar como lo hago cuando medito y me concentré en mis manos que sostenían el Gri-Gri y la cuerda. Subí aquel largo de yo-yo sin mucho esfuerzo y esto me dio confianza para intentar puntear el segundo, un 5.10b de unos 30 metros. Nos alcanzó Diego y comencé a prepararme para subir hasta la siguiente reunión. Tras hacer el famoso partner check me enderecé y busque las pisaderas para impulsarme.

Dándole seguro a Felipe en el primer largo de Black Cat Bone. Foto por Diego Covarrubias.

Dándole seguro a Felipe en el primer largo de Black Cat Bone. Foto por Diego Covarrubias.

El estado de Satori del que hablan los budistas me duró menos de diez minutos. La seguridad que mostré al proteger dos veces se esfumó cuando me encontré sin agarres para aferrarme. En teoría todo era fácil y claro, solo debía subir el pie derecho a una pisadera casi plana, levantarme con cuidado y alcanzar un agarre con la mano izquierda, anillar y seguir. El miedo se apoderó de mí, escuché su voz ajada y grave decirme que me iba a caer y que en el vuelo podría lastimarme o peor, morir como Brad Gobright, aunque esto último era imposible ya que había hecho mi nudo bien y confiaba de sobra en mi asegurador que llevaba más años que yo escalando. Todo mi cuerpo tembló y sobre todo el pie que acaba de subir. La inestabilidad se volvió mi mantra. Intenté desescalar hasta mi última protección pero llegó un punto en el que era imposible, me solté y caí como un costal de arena. Fue un segundo lo que duró el vuelo, abrí los ojos y comprobé que seguía viva. Decidí bajar a la reunión y cederle mi lugar a Diego, quien aceptó gustoso. Cuando llegó a la reunión del tercer largo mi cuerpo seguía temblando.

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Subí nuevamente el segundo largo de yo-yo y logré sacar el paso que me había tirado sin dificultad alguna. Miedo estúpido, susurre para mí. Me alegré de llegar a la reunión con Diego y admiré el paisaje que nos rodeaba. De pronto recordé que era un privilegio estar ahí, que eso era lo que más me gustaba de escalar en roca, sentirme pequeña e insignificante, estar presente y conectada con la naturaleza. Sin embargo, estos pensamientos partieron con rapidez una vez que mi mente tomó la batuta. Más tarde, cuando llegó la hora de subir el sexto y séptimo largo, un 5.10 y un 5.10d, el cansancio se incrustó en cada uno de mis músculos y articulaciones. Me vi obligada a descansar múltiples veces, y aunque me decía que era por agotamiento en realidad era por temor. No había pisaderas cómodas ni obvias, las regletas en las que posaba mis manos me infringían un dolor inaguantable, el arnés me apretaba más de lo normal al igual que mis zapatos. ¿Qué era real y qué era mentira? En esos momentos el miedo era lo más real que había sentido, miedo a no poder subir ni bajar y quedarme paralizada hasta que llegara la noche. Esos dos largos fueron los más difíciles y más tortuosos de todos los años que llevo escalando, pero los subí como pude, jodida y aunque no lo pareciera, muy contenta en mi interior. Llegamos a la cima aproximadamente a las 6:00 pm. Aun había luz y creo que por ese factor, aquel paisaje me pareció el más bello que había visto de mis tres visitas a Potrero. Mientras comíamos nuestro sándwich de mermelada abrimos una caja del tiempo que alguien había dejado ahí. Adentro de ésta había una libreta, un lápiz, un porro y una envoltura de una barrita. Tomé la libreta y el lápiz y escribí un mensaje que no recuerdo con exactitud, pero a grandes rasgos le dedicaba esa cumbre a Brad Gobright y a todos los escaladores que la alcanzaran.

Felipe, Diego y yo en la cima de mi primer multi-largo del viaje.

Felipe, Diego y yo en la cima de mi primer multi-largo del viaje.

Más tarde celebramos con unas cervezas y unos tacos.

Más tarde celebramos con unas cervezas y unos tacos.

Día 4 – Un estudio sobre la paciencia

Después de un merecido día de descanso en el que no hicimos mucho más que comer e hidratarnos, nos aventuramos nuevamente hacia los paredones de Potrero. Sospechábamos que Pitch Black se encontraría llena de ávidas cordadas así que decidimos dirigirnos hacia la pared Zapatista, esta vez para escalar Satori, otra recomendación de un amigo del gimnasio donde entrenamos. La caminata fue un excelente calentamiento para llegar a la pared preparados para subir. Mientras andaba me sentí más ligera que en mi primer día de escalada, aunque mis expectativas no eran altas esperaba poder puntear un largo para poder silenciar mis demonios. El roce del sol, cálido y fetén, comenzaba a rozar las piedras del sendero y de la montaña.

Camino a la pared Zapatista para escalar Satori

Camino a la pared Zapatista para escalar Satori

Llegamos a la pared emocionados, con la expectativa de enfrentarnos a los problemas incrustados en la roca. Para nuestra sorpresa en Satori ya había tres cordadas pero aún así decidimos comenzar con la ruta. En la reunión del segundo largo Diego tomó la iniciativa de subir y me sugirió que intentara puntear después de él para que pudiera tomarme algunas fotos. Le contesté con voz reticente que lo pensaría. Algo en mí se encendió y mientras lo vi subir con cautela me convencí de que debía intentarlo, que debía confiar en mí y en mis capacidades. Cuando llegó a la reunión ya había decidido que puntearía aunque eso significara caerme de nuevo. No pensé en nada más que en colocar con exactitud mis pies y mis manos en los rasgos de la piedra. El clic de las anillas me alentaba y me impulsaba a seguir hacia arriba. No descansé ni dudé en ningún momento. Llegué a la reunión y me anclé con manos temblorosas. Lo había logrado, aunque fuera un 5.10a había llegado hasta arriba ganándole la batalla a mi mente sobreprotectora. Todavía había un gran tramo por recorrer, me tranquilicé y comencé a darle seguro a Felipe.

Foto de Diego Covarrubias. Conoce su trabajo aquí

Foto de Diego Covarrubias. Conoce su trabajo aquí

Cuando nos encontramos los tres en la reunión, una repisa ancha y cómoda que nos permitió sentarnos tuvimos que tomar una decisión. Las cordadas que iban arriba de nosotros iban a un paso sumamente lento. Así que después de este punto volvimos a improvisar y continuamos nuestro ascenso por una ruta aledaña llamada Off the Couch, que comparte los dos primeros largos con Satori. Nos faltaban aún cinco largos de escalada sostenida, técnica y un poco expuesta. Intenté puntear nuevamente el quinto largo, un 5.10b que se veía interesante y fue aquí donde volví a perder la batalla conmigo misma. Tras bajar nuevamente a la reunión no pude evitar sentir una mezcla de enojo y frustración. La historia se repite si no cambiamos nuestros patrones, si no tomamos las riendas y se las dejamos a la mente. Camino a la cima intenté respirar como si me encontrara meditando en el zafu de mi cuarto, con desesperación intenté encontrar la estabilidad y las agallas que había perdido. Llegué derrotada física y emocionalmente pero una vez más me consoló la vista que nos regalaba aquella montaña, sin duda alguna ese paisaje acababa de superar el del primer día. Una vez más me sentí agradecida de estar ahí colgada, de sentirme más viva que nunca junto con dos personas que me motivaron y que aguantaron mi humor a ratos truculento.

La realidad es que no nos queda nada más que ser atrevidos allá afuera, intentar vencer nuestros miedos, tenernos paciencia mientras trabajamos en alcanzar nuestra mejor versión y sobre todo ser agradecidos por tener un día más para hacer lo que más nos gusta. Sé que volveré pronto a El Potrero Chico y que puntearé los dieces necesarios para convencerme de puedo.

Mantras Alpinos

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